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RIQUELME

Román es Riquelme
El reconocimiento que le brindó la dirigencia de Argentinos Juniors a Riquelme el pasado domingo, puso en foco la distancia que el presidente de Boca, Daniel Angelici, prefiere mantener con el ídolo, privilegiando cuestiones personales que trascienden el sentimiento de los hinchas.
¿Qué habrá pensado la dirigencia de Boca liderada por su presidente, Daniel Angelici, cuando el último domingo en la cancha de Argentinos Juniors, Juan Román Riquelme fue homenajeado en el centro del campo por su aporte futbolístico al club de La Paternal?
¿Habrá sentido Angelici que ese pequeño tributo que le ofrendó la dirigencia de Argentinos a Riquelme después de su retiro era lo que le hubiera correspondido hacer a Boca, en ocasión de algún partido en la Bombonera? ¿O el viejo encono y rencor que le provoca la personalidad y la convicción de Riquelme no le permite elaborar otra estrategia que no sea el olvido, que por otra parte es una forma no deseada de evocarlo?
No será la primera ni la última vez que un ídolo de la dimensión de Riquelme es capaz de generar las conductas más reaccionarias de los dirigentes. Es cierto que Román nunca fue un hombre fácil de arrear. Ni cuando era más joven ni cuando se fue convirtiendo en un jugador de gran trayectoria. Nunca frecuentó Riquelme las mesas tilingas y abundantes que suelen frecuentar los dirigentes.
Siempre prefirió mantener un perfil alejado de esos eventos. De esas careteadas. De esas reuniones políticamente correctas donde es imprescindible mostrar sonrisas edulcoradas para las fotos inevitables. Mauricio Macri en su rol de presidente de Boca durante poco más de una década, tampoco logró construir una relación con Riquelme que le fuera útil para sus propósitos electorales dentro y fuera del club.
No cambió Riquelme con los años. Fue fiel a su lectura de las circunstancias. Y a su círculo más cerrado de amistades, que no eran, precisamente, hombres de la clase media alta o alta. Ni antes Macri ni después Angelici conquistaron su adhesión. Despreció a ambos, Riquelme. Y se los hizo notar en varios capítulos sin caer en descalificaciones vulgares. Fue irónico, sarcástico, mordaz. Sin apelar nunca al golpe bajo que suele volverse en contra de quien lo ejecuta.
Naturalmente, los protagonistas que ejercen los espacios de poder se lo facturaron en la medida en que pudieron hacerlo. Porque Riquelme se defendía estupendamente dentro de la cancha. Y se defendió tanto con la pelota que se erigió en un ídolo auténtico, a la altura de los ídolos más extraordinarios que haya disfrutado la liturgia boquense. Y porqué no el fútbol argentino.
Si se fue y volvió de Boca en varias oportunidades, de ninguna manera altera lo esencial. Que fue su juego. Su amplia mirada del fútbol. Su geometría perfecta de todas las canchas. Su estrategia para adivinar los tiempos y los espacios para hacer lo que hizo siempre: inventar. Y ver lo que otros no veían. Igual que Bochini. Igual que el Pibe Valderrama. Igual que el Beto Márcico. Igual que Rojitas. Igual que el Beto Alonso, por citar a algunos notables (Maradona está afuera de competencia) que simplificaron lo más complejo del fútbol: jugar bien y hacer jugar bien con absoluta naturalidad.
Riquelme un día, aquel día, dijo que se iba. Y aquella vez, vestido con la camiseta de Argentinos Juniors, no hubo vuelta atrás. Se fue. La comunidad de Boca siempre lo tiene presente. Porque estos jugadores exceden su tiempo. Reivindican la memoria del fútbol. Abdican de lo superfluo. Someten los lugares comunes. Y siguen estando aunque se hayan ido.
En Argentinos, en el marco del partido frente a River del pasado domingo, recordaron junto a su presencia a ese Riquelme que en el arranque y en el crepúsculo de su carrera supo homenajear a esos colores.
En Boca, en cambio, la dirigencia juega otro partido. Distante de los hinchas anónimos. Lejos de aquella sintonía. Y de aquella sensibilidad. Es que nunca lo quisieron. Y nunca lo van a querer. Por más que Riquelme sea una bandera de Boca. Y un protagonista genuino del fútbol que no se olvida. Porque siempre va a perdurar.
No será la primera ni la última vez que un ídolo de la dimensión de Riquelme es capaz de generar las conductas más reaccionarias de los dirigentes. Es cierto que Román nunca fue un hombre fácil de arrear. Ni cuando era más joven ni cuando se fue convirtiendo en un jugador de gran trayectoria. Nunca frecuentó Riquelme las mesas tilingas y abundantes que suelen frecuentar los dirigentes.
Siempre prefirió mantener un perfil alejado de esos eventos. De esas careteadas. De esas reuniones políticamente correctas donde es imprescindible mostrar sonrisas edulcoradas para las fotos inevitables. Mauricio Macri en su rol de presidente de Boca durante poco más de una década, tampoco logró construir una relación con Riquelme que le fuera útil para sus propósitos electorales dentro y fuera del club.
No cambió Riquelme con los años. Fue fiel a su lectura de las circunstancias. Y a su círculo más cerrado de amistades, que no eran, precisamente, hombres de la clase media alta o alta. Ni antes Macri ni después Angelici conquistaron su adhesión. Despreció a ambos, Riquelme. Y se los hizo notar en varios capítulos sin caer en descalificaciones vulgares. Fue irónico, sarcástico, mordaz. Sin apelar nunca al golpe bajo que suele volverse en contra de quien lo ejecuta.
Naturalmente, los protagonistas que ejercen los espacios de poder se lo facturaron en la medida en que pudieron hacerlo. Porque Riquelme se defendía estupendamente dentro de la cancha. Y se defendió tanto con la pelota que se erigió en un ídolo auténtico, a la altura de los ídolos más extraordinarios que haya disfrutado la liturgia boquense. Y porqué no el fútbol argentino.
Si se fue y volvió de Boca en varias oportunidades, de ninguna manera altera lo esencial. Que fue su juego. Su amplia mirada del fútbol. Su geometría perfecta de todas las canchas. Su estrategia para adivinar los tiempos y los espacios para hacer lo que hizo siempre: inventar. Y ver lo que otros no veían. Igual que Bochini. Igual que el Pibe Valderrama. Igual que el Beto Márcico. Igual que Rojitas. Igual que el Beto Alonso, por citar a algunos notables (Maradona está afuera de competencia) que simplificaron lo más complejo del fútbol: jugar bien y hacer jugar bien con absoluta naturalidad.
Riquelme un día, aquel día, dijo que se iba. Y aquella vez, vestido con la camiseta de Argentinos Juniors, no hubo vuelta atrás. Se fue. La comunidad de Boca siempre lo tiene presente. Porque estos jugadores exceden su tiempo. Reivindican la memoria del fútbol. Abdican de lo superfluo. Someten los lugares comunes. Y siguen estando aunque se hayan ido.
En Argentinos, en el marco del partido frente a River del pasado domingo, recordaron junto a su presencia a ese Riquelme que en el arranque y en el crepúsculo de su carrera supo homenajear a esos colores.
En Boca, en cambio, la dirigencia juega otro partido. Distante de los hinchas anónimos. Lejos de aquella sintonía. Y de aquella sensibilidad. Es que nunca lo quisieron. Y nunca lo van a querer. Por más que Riquelme sea una bandera de Boca. Y un protagonista genuino del fútbol que no se olvida. Porque siempre va a perdurar.
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