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RIQUELME

La autonomía de Riquelme
A poco más de dos años del retiro de Juan Román Riquelme en diciembre de 2014, el astro del fútbol argentino continúa marcando una agenda que los medios no pueden desestimar.
Lo que lo sigue distinguiendo es su capacidad para elaborar un pensamiento propio en un escenario donde prevalecen las superficialidades y la subestimación del conocimiento.
Cuando abundan los silencios del fútbol, producto de distintas circunstancias más o menos complejas, suele recurrirse a la palabra y a la reflexión de Juan Román Riquelme. Y Riquelme no defrauda. Habla. Piensa. Elabora respuestas. Expresa ideas. Nunca convoca a la indiferencia. No porque tire bombas ni diga barbaridades.
No las dice Riquelme. Sin embargo en muchas oportunidades despierta en las audiencias periodísticas y en las audiencias anónimas algo muy próximo a cierta categoría de rechazo. No rechazo visceral, pero si evidente. El tema central es que Riquelme tiene algo que escasea en todos los ámbitos: pensamiento propio. Y esto, en general, no se perdona. Por el contrario: se condena. Porque es una voz inmanejable.
A Riquelme siempre lo distinguió esa categoría del pensamiento propio. Aún para equivocarse. Pero podía equivocarse él. No por repetir consignas ajenas que se multiplican en todos los espacios de la gran aldea global. En los últimos días de este febrero alucinado de 2017, afirmó Román que “Boca no tiene un crack. El que tenía que era Tevez se fue a China”. Y agregó: “Tiene jugadores que juegan bien un partido y mal los dos siguientes. No son jugadores consagrados. Acá tenés que jugar siempre bien”.
Con estas declaraciones no descubrió nada en particular. Pero en algunos sectores (incluso de la prensa) no cayeron bien estas frases. ¿Por qué cayeron mal? Porque las pronunció Riquelme. Y porque el hombre de 38 años no juega para la tribuna. Ni le tira centros al periodismo. Ni lo llevan de las narices para donde quiere ir el entrevistador de turno. Si la pregunta viene confusa pide que se la repitan. Si la pregunta viene retorcida pide que la enderecen. Todo con suma tranquilidad y cortesía.
Sabe manejar los climas Riquelme. Como manejaba las pausas inteligentes y los ritmos en los desarrollos de los partidos. Esa naturalidad nunca forzada para interpretar la comunicación, por supuesto no se la enseñó nadie. Ni nadie lo asesoró para dar la mejor respuesta en el lugar y en el momento indicado. Se fue construyendo Román desde la timidez inicial que lo acompañó. Timidez que no fue resignación ni mucho menos sumisión.
Escuchó y vio. No delegó esa posibilidad. No frecuentó tampoco, ni antes ni ahora, la frivolidad mediática, siempre al alcance de la mano. No fue y vino como un saltimbanqui indefenso en el rubro de las opiniones que en innumerables ocasiones se refugian a la sombra de los poderes.
No estamos planteando que Riquelme es un pensador notable. Pero la vida y la lógica misteriosa del fútbol no se la cuentan los demás. Ni los que conoce ni los que desconoce. La radiografía subjetiva del quehacer cotidiano la hace él. Y eso es lo que precisamente incomoda. Es la autonomía que se le adivina lo que perturba. Es esa independencia intelectual de la que otros personajes o celebridades (del fútbol o de otras áreas) carecen. Por ejemplo, para decirle “no” a Maradona cuando Diego fue el entrenador de la Selección, de cara al Mundial de Sudáfrica 2010. O para no regalarle complicidades a cualquiera.
Se nota a la distancia que tiene orgullo de clase Riquelme. Que reivindica su origen sin hipocresías. Y que hasta revela cierto perfume a revancha social cuando con delicadeza casi artesanal le pasa una factura a alguien que nació en cuna de oro. Esto tampoco se enseña. Se va haciendo. Y se va adquiriendo como un episodio fiel al conocimiento cultural que no está en los libros ni en las distintas academias del saber.
A poco más de dos años de haber anunciado su retiro vistiendo la camiseta de Argentinos Juniors (su último partido lo jugó en La Paternal el 7 de diciembre de 2014 en el empate 1-1 frente a Douglas Haig), su lectura de los paisajes propios y quizás ajenos al fútbol no perdieron influencia. Es más: se necesitan como el agua jugadores y técnicos que visiten esos escenarios. Que defiendan la idea central del fútbol de todos los tiempos: jugar bien. Que no vendan las pavadas que venden los tecnócratas con software sofisticados y artificiales que confunden a todos los que quieren confundirse con el fútbol y con otras cosas.
El fútbol nunca fue un espacio para la sofisticación tecnológica. El fútbol de autor que siempre expresó Riquelme desde que debutó en Primera hasta que se despidió, tuvo la sensibilidad de las obras perdurables porque no le mintió a la pelota ni a la gente. Y esa obra tan valiosa se resignificó en memoria. La misma memoria que trasciende el color de una camiseta.
No las dice Riquelme. Sin embargo en muchas oportunidades despierta en las audiencias periodísticas y en las audiencias anónimas algo muy próximo a cierta categoría de rechazo. No rechazo visceral, pero si evidente. El tema central es que Riquelme tiene algo que escasea en todos los ámbitos: pensamiento propio. Y esto, en general, no se perdona. Por el contrario: se condena. Porque es una voz inmanejable.
A Riquelme siempre lo distinguió esa categoría del pensamiento propio. Aún para equivocarse. Pero podía equivocarse él. No por repetir consignas ajenas que se multiplican en todos los espacios de la gran aldea global. En los últimos días de este febrero alucinado de 2017, afirmó Román que “Boca no tiene un crack. El que tenía que era Tevez se fue a China”. Y agregó: “Tiene jugadores que juegan bien un partido y mal los dos siguientes. No son jugadores consagrados. Acá tenés que jugar siempre bien”.
Con estas declaraciones no descubrió nada en particular. Pero en algunos sectores (incluso de la prensa) no cayeron bien estas frases. ¿Por qué cayeron mal? Porque las pronunció Riquelme. Y porque el hombre de 38 años no juega para la tribuna. Ni le tira centros al periodismo. Ni lo llevan de las narices para donde quiere ir el entrevistador de turno. Si la pregunta viene confusa pide que se la repitan. Si la pregunta viene retorcida pide que la enderecen. Todo con suma tranquilidad y cortesía.
Sabe manejar los climas Riquelme. Como manejaba las pausas inteligentes y los ritmos en los desarrollos de los partidos. Esa naturalidad nunca forzada para interpretar la comunicación, por supuesto no se la enseñó nadie. Ni nadie lo asesoró para dar la mejor respuesta en el lugar y en el momento indicado. Se fue construyendo Román desde la timidez inicial que lo acompañó. Timidez que no fue resignación ni mucho menos sumisión.
Escuchó y vio. No delegó esa posibilidad. No frecuentó tampoco, ni antes ni ahora, la frivolidad mediática, siempre al alcance de la mano. No fue y vino como un saltimbanqui indefenso en el rubro de las opiniones que en innumerables ocasiones se refugian a la sombra de los poderes.
No estamos planteando que Riquelme es un pensador notable. Pero la vida y la lógica misteriosa del fútbol no se la cuentan los demás. Ni los que conoce ni los que desconoce. La radiografía subjetiva del quehacer cotidiano la hace él. Y eso es lo que precisamente incomoda. Es la autonomía que se le adivina lo que perturba. Es esa independencia intelectual de la que otros personajes o celebridades (del fútbol o de otras áreas) carecen. Por ejemplo, para decirle “no” a Maradona cuando Diego fue el entrenador de la Selección, de cara al Mundial de Sudáfrica 2010. O para no regalarle complicidades a cualquiera.
Se nota a la distancia que tiene orgullo de clase Riquelme. Que reivindica su origen sin hipocresías. Y que hasta revela cierto perfume a revancha social cuando con delicadeza casi artesanal le pasa una factura a alguien que nació en cuna de oro. Esto tampoco se enseña. Se va haciendo. Y se va adquiriendo como un episodio fiel al conocimiento cultural que no está en los libros ni en las distintas academias del saber.
A poco más de dos años de haber anunciado su retiro vistiendo la camiseta de Argentinos Juniors (su último partido lo jugó en La Paternal el 7 de diciembre de 2014 en el empate 1-1 frente a Douglas Haig), su lectura de los paisajes propios y quizás ajenos al fútbol no perdieron influencia. Es más: se necesitan como el agua jugadores y técnicos que visiten esos escenarios. Que defiendan la idea central del fútbol de todos los tiempos: jugar bien. Que no vendan las pavadas que venden los tecnócratas con software sofisticados y artificiales que confunden a todos los que quieren confundirse con el fútbol y con otras cosas.
El fútbol nunca fue un espacio para la sofisticación tecnológica. El fútbol de autor que siempre expresó Riquelme desde que debutó en Primera hasta que se despidió, tuvo la sensibilidad de las obras perdurables porque no le mintió a la pelota ni a la gente. Y esa obra tan valiosa se resignificó en memoria. La misma memoria que trasciende el color de una camiseta.
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