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CARLOS TEVEZ

El día que Tevez le tocó el timbre a Maradona
En la jornada en la que Carlitos quedó afuera de la Copa América, te presentamos un fragmento del libro 'Tevez. Corazón Apache', en el que un Apache de apenas 11 años fue a tocarle el timbre a su ídolo para conocerlo.
En la tarde del domingo 7 de octubre de 1995, Carlitos se pasa todo el día al lado de la radio. Para sus once años de existencia no hay nada más importante que escuchar en el parlante la vuelta del ídolo con el que empapeló toda su habitación.
Diego Armando Maradona pisa la Bombonera después de catorce años, en los que llegó a lo Dios, es el papa, es mil santos y es eso que es un poco fútbol, otro poco idealización y algo de fantasía. Tevez quiere ser Maradona en cada jugada con la camiseta de All Boys o en cada picado con sus amigos. Por eso, que el 10 vuelva a Boca, el club de sus amores y el de los amores del nene que sintonizó una emisora con urgencia, es plan suficiente para dedicar el día a ello. A la noche, el televisor pondrá luz sobre aquel 1 a 0, vestido de una emocionante épica maradoniana, en la que Darío Scotto marcó el tanto de la victoria. El dato de color de aquella emisión de Fútbol de Primera, el programa que mostraba los goles de la fecha, fue una memorable pelea dialéctica entre el zurdo de Villa Fiorito y Julio César Toresani, un voluntarioso volante de Colón, que fue expulsado del encuentro luego de una discusión con Diego. Ante los micrófonos de Canal 13, Maradona acuñaría una frase histórica al invitarlo a pelear, dando la dirección de su domicilio al aire: “Segurola y Habana 4310, séptimo piso. Y vamos a ver si me dura treinta segundos”. Toresani no iba a ir. Pero otro sí.
La vuelta de Maradona a Boca fue el tema de charla entre los pibes durante el entrenamiento de All Boys, la tarde siguiente. Que estaban las hijas en la cancha. Que Diego es el mejor de todos. Que Toresani es esto o aquello. Que Boca ganó bien. Que vaya uno a saber qué cantidad de cosas más hasta que uno vuelve a repetir la frase: “Segurola y Habana, 4310, séptimo piso”. “¿Y si vamos a tocarle el timbre para que nos firme un autógrafo?”, soltó Carlitos. Por aquel tiempo, Tevez era un fanático de las firmas de los jugadores. Incluso le pedía a Segundo, su papá, que lo llevara al entrenamiento de Boca para conseguir las de sus ídolos. Años después, ya como un reconocido jugador de Primera, le reprocharía a Alberto Márcico, el 10 azul y oro de principios de los 90, por no haberle dado la suya. Lo cierto es que la locura del pibe fue secundada por su grupito de amigos, esos que fingían ser estudiantes para colarse en los colectivos, que se juramentaron averiguar cómo ir, para después emprender la travesía.
Carlitos, el Rulo, el Colorado y Leo se subieron al 85 y encararon para el barrio de Devoto. Obviamente que se pusieron los guardapolvos de siempre y viajaron en el fondo del colectivo durante unos veinte minutos. Bajaron en el hospital Zubizarreta y caminaron seis cuadras. La investigación de los días previos había arrojado un dato clave: el departamento de Maradona ocupaba los últimos tres pisos del edificio. “¿Y cuál timbre tocamos?”, se preguntaron los pibes, que pensaron en la chance de que simplemente hubiese un timbre para el séptimo, otro para el octavo y uno para el noveno. Finalmente, se pusieron de acuerdo en que tocarían el séptimo, amparados en aquella frase del mejor jugador de todos los tiempos.
Llegaron al edificio como quienes van a cometer una diablura, disimularon ante la garita de seguridad de la esquina y se encaminaron a ejecutar su acción. Los cuatro frente al parlante, aclararon la voz por si respondía el hombre más buscado del mundo, juntaron fuerza y apretaron el botón. Unos segundos después, la voz femenina inconfundible de Claudia Villafañe emergió en forma de sonido: “Hola”. Nervios, risas y nada. No habían determinado quién hablaba. Tímidamente, Carlitos suelta un directo: “¿Está Maradona? Queremos hablar con Maradona”. La Claudia, acostumbrada a los bromistas y pesados de turno, arremetió con todo: “Mirá querido, haceme el favor y dejá de hinchar. No me vengan acá a hacer jodas. ¿Ves ese policía que está en la esquina? Bueno, ahora lo voy a llamar y les voy a decir que los meta presos”. Silencio. La mujer del 10 sigue ahí. Tevez, con vergüenza, toma la palabra para intentar remontar la debacle: “No, señora, no se enoje. Mire, mi nombre es Carlos y nosotros somos cuatro chicos que jugamos en las inferiores de All Boys y tenemos a Diego como ídolo. Queremos ser como él. Le prometemos que no queríamos hacer ninguna joda. Solamente vinimos para saber si estaba y pedirle un autógrafo. Por favor, no llame a la policía”. La vocecita del nene de 11 años debe haber conmovido a la interlocutora, que, ya con otro tono, se muestra comprensiva: “No, chicos. Pasa que Diego no está. Se fue a la casa de un amigo. Pero vengan otro día y les firma”. “Bueno, gracias señora”, cierra Carlitos. El policía de la esquina sigue en lo suyo. Buena señal. Aunque nunca se animaron a volver; para conocer a Diego habría que esperar unos años.
*El texto de arriba pertenece al libro 'Tevez. Corazón Apache', escrito Sebastián Varela del Río.
La vuelta de Maradona a Boca fue el tema de charla entre los pibes durante el entrenamiento de All Boys, la tarde siguiente. Que estaban las hijas en la cancha. Que Diego es el mejor de todos. Que Toresani es esto o aquello. Que Boca ganó bien. Que vaya uno a saber qué cantidad de cosas más hasta que uno vuelve a repetir la frase: “Segurola y Habana, 4310, séptimo piso”. “¿Y si vamos a tocarle el timbre para que nos firme un autógrafo?”, soltó Carlitos. Por aquel tiempo, Tevez era un fanático de las firmas de los jugadores. Incluso le pedía a Segundo, su papá, que lo llevara al entrenamiento de Boca para conseguir las de sus ídolos. Años después, ya como un reconocido jugador de Primera, le reprocharía a Alberto Márcico, el 10 azul y oro de principios de los 90, por no haberle dado la suya. Lo cierto es que la locura del pibe fue secundada por su grupito de amigos, esos que fingían ser estudiantes para colarse en los colectivos, que se juramentaron averiguar cómo ir, para después emprender la travesía.
Carlitos, el Rulo, el Colorado y Leo se subieron al 85 y encararon para el barrio de Devoto. Obviamente que se pusieron los guardapolvos de siempre y viajaron en el fondo del colectivo durante unos veinte minutos. Bajaron en el hospital Zubizarreta y caminaron seis cuadras. La investigación de los días previos había arrojado un dato clave: el departamento de Maradona ocupaba los últimos tres pisos del edificio. “¿Y cuál timbre tocamos?”, se preguntaron los pibes, que pensaron en la chance de que simplemente hubiese un timbre para el séptimo, otro para el octavo y uno para el noveno. Finalmente, se pusieron de acuerdo en que tocarían el séptimo, amparados en aquella frase del mejor jugador de todos los tiempos.
Llegaron al edificio como quienes van a cometer una diablura, disimularon ante la garita de seguridad de la esquina y se encaminaron a ejecutar su acción. Los cuatro frente al parlante, aclararon la voz por si respondía el hombre más buscado del mundo, juntaron fuerza y apretaron el botón. Unos segundos después, la voz femenina inconfundible de Claudia Villafañe emergió en forma de sonido: “Hola”. Nervios, risas y nada. No habían determinado quién hablaba. Tímidamente, Carlitos suelta un directo: “¿Está Maradona? Queremos hablar con Maradona”. La Claudia, acostumbrada a los bromistas y pesados de turno, arremetió con todo: “Mirá querido, haceme el favor y dejá de hinchar. No me vengan acá a hacer jodas. ¿Ves ese policía que está en la esquina? Bueno, ahora lo voy a llamar y les voy a decir que los meta presos”. Silencio. La mujer del 10 sigue ahí. Tevez, con vergüenza, toma la palabra para intentar remontar la debacle: “No, señora, no se enoje. Mire, mi nombre es Carlos y nosotros somos cuatro chicos que jugamos en las inferiores de All Boys y tenemos a Diego como ídolo. Queremos ser como él. Le prometemos que no queríamos hacer ninguna joda. Solamente vinimos para saber si estaba y pedirle un autógrafo. Por favor, no llame a la policía”. La vocecita del nene de 11 años debe haber conmovido a la interlocutora, que, ya con otro tono, se muestra comprensiva: “No, chicos. Pasa que Diego no está. Se fue a la casa de un amigo. Pero vengan otro día y les firma”. “Bueno, gracias señora”, cierra Carlitos. El policía de la esquina sigue en lo suyo. Buena señal. Aunque nunca se animaron a volver; para conocer a Diego habría que esperar unos años.
*El texto de arriba pertenece al libro 'Tevez. Corazón Apache', escrito Sebastián Varela del Río.
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